Su abuelo se jugaba los pellejos en el siglo diecinueve como arriero. Bajaba hasta
Algeciras o Gibraltar para comprar útiles, telas y demás archipisques para subirlos a
Bujalance no sin antes pagar a los bandoleros el peaje acordado a fin de que no le
limpiasen el carro y por recorrer el camino del Torcal, el más corto, el más rápido. Varios
mulos eran los que tiraban de él y de lo que soportasen las maderas ajadas de su rodal.
Su padre, hijo del arriero, no quiso saber nada de mulos, carromatos, bandoleros ni
cacharros que “truequear” con las partidas que por las sierras pedían el peculio y por el
simple hecho de jugarse la piel, quiso ser zapatero.
El más pequeño, después de aprender no el empleo de remendón sino de menestral y en
tiempos más modernos, vio con decisión que el futuro del calzado en el pueblo no estaba
en la fabricación, estaba en la venta directa de objetos creados en linea de producción,
más económicos, y más asequibles para toda una familia, todo lo contrario de encargar
zapatos nuevos y a medida en Semana Santa o Feria.
Fue en la plaza mayor donde todo empezó, justo en la esquina, en la misma casa
pequeña donde antaño vendieron carbón y picón. Pequeño espacio esquinero para
atender al público aunque con varias plantas por encima repletas de zapatos de todos los
números. También, para que todo quedase en familia, a su hermano mediano como socio
fichó.
Era el año mil novecientos cincuenta y ocho cuando la zapatería gateó surtiendo de pares
a los vecinos de Bujalance, años que vinieron donde todo era nuevo y que se podía ir a
un lugar donde no tuviesen que cogerte medida, un lugar donde todos los números
estaban disponibles a no ser que se agotasen, que faltasen, pero que si los pedías,
venían.
Años en que las jornaleras y jornaleros dejaban a deber hasta que la campaña de
aceituna o algodón con sus manos llenas de heridas terminase y donde una palabra dada
, o el “apuntalo que después te lo pago” era lo mismo que jurar frente a Jesús Rescatado,
y aunque hubiese libreta, más era por llevar la cuenta y no por el hecho de ir aporreando
puertas.
Con lo que pudo ahorrar, sus olivos compró, con esfuerzo, aunque para él no eral tal,
pues el campo siempre le tiró. Despertaba el hombre temprano, sobre las cinco y media o
seis, y desde la calle Duque de Rivas arreaba con su coche para, antes de abrir el
negocio, a sus árboles dar un repaso, el que fuere, limpia, desvareto o desparramando
abono con el zurrón cruzado.
El Incombustible le decían, no en la tienda, sino en la cooperativa, siendo durante
muchísimos años miembro de la junta directiva de la misma, y atendiendo con el mismo
tiempo a grandes y a pequeños, incluso, cuando muchos le decían que a cabeza de turco
un paso adelante diera, es decir, a presidencia, el se negó. Prefería pasar frío en la
cooperativa vieja atendiendo a todo el mundo pese a su débil estado de salud que a
representar un puesto que él no quería.
Según me dicen, tenía su impronta, pero en absoluto era alguien de fachada lustrada pero
de puertas adentro con paredes mohosas, y lo mismo que reflejaba así era como persona,

sensata y consciente de que algunos vecinos no tenían la misma suerte, que había que
ayudarlos para qué con sus pocos medios, al menos, no fueran por la calle descalzos…
…Antonio Marín, con su mascota encajonada, su camisa alistada y su “joyo” a las diez y
media de la mañana fue un hombre que supo ver el negocio, supo ver la situación para
poder llevarse, él y su familia un trozo de pan a las quijadas. Generoso con los que menos
tenían, orgulloso de lo que había creado no sin riesgos ni cuidados. Enseñando a sus
hijos lo que en verdad importaba, las pequeñas cosas, el amor en una familia, un medio
de vino donde apetecía, un bingo ganado en la juventud artesana y luego, para después
de feria, unos días en Fuengirola bañándose todos en la playa para después subir con el
Land Rover y parar en Casabermeja para llenarlo de melones, miel o sandías…
…Soy su yerno, y muchos “viejos” del pueblo me dicen »estaríais encantados de
conoceros«, pero no he tenido tal suerte, aunque, siempre que salgo, coincido con alguien
que sí cruzó alguna vivencia con mi suegro y me repiten lo que antes he subrayado, no
queda más que sentirme orgulloso de que, de haber coincidido, hubiésemos congeniado…