Relato a unos vecinos.

Era un matrimonio que más que trabajar en »Los Añadíos« y plantar su huerto, llegaron allí para no parar de quererse y sacudirse como colcha vieja, como cajón de mesita que no cierra. Todo el tiempo mojando en la chaucha pues se supone que como cualquier persona, ni uno era primer artillero de la armada ni la otra una diana gigantesca. Casi seguro que con todo el trabajo a medio hacer, pues sus retoños no fueron ni dos ni tres, sino uno mas diez. Y menos mal que ése matrimonio recapacitó y llegó al pueblo, pues para alimentar a tanto cachorro necesitaría sembrar de tomates »Portolaca« entera, comprar la Carnicera o el Cerro del Toro.

Me lo estoy imaginando… Allí, los dos cerca de la lumbre en «Los Añadíos de la pasión»:
―Pues nada Juana, ya hemos cenado, muy rico todo―.
―Ahora al lío Domingo, que se hace de día en antes que cante el gallo…―

En la centenaria calle que baja de la Plaza que con innumerables nombres se ha bautizado, ahora llamada Joaquín Mercado es donde Juana y Domingo vivieron con la rehala donde muchos de los vecinos de Santisteban pensarían que aquella casa era la escuela.

Vivienda encalada de proporciones importantes, con su túnel que da acceso al patio empedrado y al fondo, los cocherones donde conejos y gallinas convivían junto a la fauna particular de la plaza de Abastos, y si subías por unas escaleras que Domingo tenía por prohibidas, se salía al Callejón de don Fernando.

El Ford de pedales, el Ebro rojo de cabina redondeada , el tractor y demás arreos parecían pequeños frente a las dimensiones del corral donde todas las tardes para los rapaces eran un guateque.

Los que no estaban apedreando gatos, acorralaban ratones, otras con las muñecas, la goma o al conejo de la suerte y eso cuando no había remolque, pues si Domingo su día había terminado y estaba fuera ligando con Miguel Cerón y Juan Perea, fuese en el camión o en el tractor, el remolque se convertía en escenario qué, como corrala que era, se interpretaban los teatrillos al estilo de Calderón o Lope de Vega donde el desenlace de la función siempre era el mismo cuando llegaba el hombre antes de lo calculado, con su enfado, la frente arrugada y con la falsa excusa de que se rompían las ballestas salían chiquillas y chiquillos de todos los rincones, volando como alma que lleva el diablo, se acabó la función, se acabó la fiesta aunque por muchas voces que el señor Domingo diese, en el fondo disfrutaba de estar rodeado de aquella jauría de hijos, hijas y pequeños vecinos en aquel patio de pelotes que tantas rodillas y codos ha marcado.

Mientras Domingo Quiles ejercía su trabajo, incluso de concejal con don Diego, no olvidemos que Juana Roa, su mujer, trabajó como esclava en casa, al cargo de la misma, con once críos que ni imaginar hace falta el pensar en comidas, limpieza, ropas, plancha… lavadoras que no existían y todo a base de manos mojadas y jabón Lagarto en la pila con agua fría.

El zurcir prendas y calcetines era como misa, todos los días. Una letanía, o como rezo de rosario cuando todos se iban y quedaba sola arreglando camas, limpiando o apañando comidas donde el único tiempo disponible para ella, siendo irónico, era la hora de barrer la puerta, hablar con su vecina Teresa o con quien subiese o bajase con viandas de la plaza pero rápido, pues las ollas al fuego se pegaban.

Trabajar mucho es decir poco para Juana, y conforme la prole crecía, la mujer pudo delegar faenas en hijas e hijos, empezar a descansar, día a día un poco más, una medalla es lo menos que se merecía.

Domingo y Juana van prosperando, la rehala creciendo, y aquí viene lo bueno, cuando parece que todo va viento en popa la casa se llena de »yernas« y »nueros«, ya no son trece, son el doble y más que una familia parece una Quinta, pero Domingo pese a su impronta de hombre serio y recto, que lo fue, en el fondo era un hombre de lo más hospitalario, generoso y quien pisara su casa la norma era que no faltara de nada, al igual que su mujer Juana, que tuvieron el valor y el coraje de sacar adelante una extensa y gran familia honrada, bondadosa, afable, educada, por lo que todos ellos pueden estar orgullosos de ser fruto, reflejo o espejo de lo que fueron sus padres.

Agradecimientos:

Sebastiana Quiles Roa y Antonio Quiles Roa