Niñez En Un Pueblo

Las tardes eran cortas pero nuestras hasta el ocaso. En invierno se tenían pocas horas, por lo que una vez terminado el colegio, comía, hacía los deberes sobre la mesa camilla de tapete rojo oscuro con su brasero de cisco recién removido y sentado en un incómodo sofá de madera con cojines de terciopelo verde gastado.

Entretanto, de fondo, mi abuela sentada en su butaca de escay roja, atenta como nadie viendo en su televisión de dos canales a Topacio o Cristal, ajena al mundo y dependiendo de la escena, exclamando ―¡Qué mentiroso!, ¡Qué malo! ― sumergida en la historia como pocas, como nadie o como todas.

Yo lo que quería era concluir lo que algunos de mis profesores me mandaron, rápido, qué, para ser sincero, muchas veces era lo menos recomendado, sobretodo con las tareas de don Mariano, el cual, estaba empeñado en enseñarnos las ecuaciones de segundo grado dos cursos antes de lo esperado.

No era tan malo el empeño del maestro si no fuese porque cuando te sacaba a la pizarra para resolver esos números del demonio y fallabas, volvía uno a su pupitre con un tirón de patillas o un coscorrón, desayunado.

En invierno siempre era igual. No había horas ― quedamos después de los deberes― decíamos todos, que venía a ser a eso de las cuatro y media de la tarde en la Plaza Mayor, decidiendo destino en las escaleras del ayuntamiento o alrededor de la gran fuente de agua siempre verde excepto cuando eran las fiestas de mayo, que limpia y encalada, todos los niños nos bañábamos.

Unos días tocaba subir a “La Guaría” para no hacer nada más que subir cuestas o montarnos en el dócil burro de “Domitila” el hortelano. Otros, al Castillo o el Porrosillo, a las faldas del mismo, para lanzarnos en cuclillas por sus terreras rojas, duras y escurridizas, probar valentía y ver quién se lanzaba desde lo más alto. Las suelas de las “Tórtolas” quedábanse lisas, eran nuestro trineo hasta que un día descubrimos los sacos vacíos de nitrato, oro en paño, pues agarrando sus picos y apretándolos hacia las rodillas la velocidad de descenso se multiplicó, no surgiendo más el problema de las zapatillas y las regañinas de los padres por tener que volver, de nuevo, a la zapatería.

Algunos días subíamos al “Puerto”, de montaña, a coger granadas, bellotas, castañas o membrillos, lo que la época diera, comer metidos su cueva, que no era tal, pues aunque nos pareciese gigantesca, en cinco pasos te topabas con la gris y fría roca anunciando su final.

Anochecía temprano, así que ésas excursiones duraban poco rato. Antes de que la oscuridad nos inundase debíamos de llegar al pueblo, al núcleo urbano y, no por miedo a la propia negrura, sino a las riñas, pellizcos y en el peor de los casos, a las zapatillas voladoras debido al retraso. Un ratito de aventura por el campo y otro ratito, ya casi de noche de vuelta a la plaza, con la trompa, las canicas y las chapas con su garbanzo.

― ¡ Las bicicletas son para el verano!― Imprecaban los padres y madres si en invierno intentábamos coger el velocípedo, a excepción de hacer algún recado, siempre bajo auspicio de nuestros mayores en la otra punta del poblado. Esperábamos con ansia la llegada de la primavera con sus días mas largos, qué, tras la Semana Santa y acababa la restricción, ya podíamos salir a las calles como vikingos, igual que antes pero mejor movilizados.

Si era tiempo de habas, tras degustación previa por los huertos, elegíamos las más dulces y tiernas. Con los tomates pasaba lo mismo, dependía mucho del lugar y el mimo del hortelano, que más de una vez nos pillaron, pero al ir pedaleando casi nunca alcance nos dieron, excepto un día que por falta de cálculo huimos por delante de las pedradas del propietario y creyéndonos ya a salvo, nos sorprende por otro camino cortándonos el paso. El hombre había cambiado de mulo por uno de dos ruedas y motorizado. Democráticamente repartió varios guantazos, huerto vedado.

Saeteaba de repente plomizo el sol, final de curso y comienzo de verano. Por las mañanas no existía excusa alguna para redescubrir albercas a pié o pedaleando, subir al Puerto, repito, de montaña, a coger moras, qué, llenos de ribetes y hartos de fruto no se nos ocurría otra mejor forma de terminar la faena que utilizar el rico manjar como proyectiles y terminar todos embadurnados, como nazarenos, morados. Vuelta a cualquier charca para llegar a casa adecentados.

Las tardes, poco que decir, siesta de obligado cumplimiento bajo pena de arresto domiciliario, ni una mosca se podía mover por lo menos hasta las seis. De nuevo, tras la caída del astro salíamos a la plaza con el fin de rematar el día.

Los globos de “a peseta” los utilizábamos como obuses de largo alcance una vez que de agua habíamos llenado, guerra sin cuartel los del centro contra los de los barrios de arriba o los de abajo. Los vendía en el Pósito el “simpático” de Juan Miguel con su gran barriga cervecera y sus camisas de botones bien cosidos y apretados.

Todos los días no había dinero para globos, pero el ingenio siempre acudía al rescate del grupo. Llamar a las puertas y salir corriendo, de montería con las salamanquesas o jugar al escondite en cualquier calle previamente apedreadas a las bombillas del alumbrado, además de otros juegos más arriesgados, que omitirlos, será lo mejor para ambos.

Así transcurría el verano hasta el quince de agosto, tras las fiestas. A partir de ahí todos con chaquetilla o sudadera. Calor aún durante el día, tormentas por la tarde y noches frescas. Ya olía a colegio, mochilas y libros heredados. Los forasteros, las sillas de las puertas junto a los botijos todos se esfumaron. Se acababa el chollo, se acabó el verano.