La Primera Siempre Careta.

Mandil blanco de buena circunferencia, y bajo el mismo, luto negro desde los setenta. Por las mañanas mucho júbilo no repartía la mujer, sobre todo cuando asomaba por la curva de “Los Cansosos” dispuesta a abrir el negocio, con cara de cansancio y pocos amigos, pero conforme iba subiendo el sol parecía que su ánimo fuera con el astro. Cuanto más alto lucía, más sosegada y simpática se tornaba… una vez, sin ser fiestas, me invitó a un refresco, y aunque yo lo que quería eran almendras fritas, tampoco estaba la cosa para decir que no a una Mirinda.

Tiempos en que Paco “Guinea” y su mujer Juana hacían las roscas de churros en la Plaza de Abastos y justo al lado, como en cofradía, ella preparaba los cafés, carajillos y el famoso jarabe de manzanilla para la gente del mercado y para los feligreses que allí se apostaban a la intemperie, sin sombra, sin frío, si al verano nos trasladamos, ya que en los inviernos, si me permiten, por muy caliente que estuviese el café… había que echarle un par de huevos.

Los mismos que aquella mujer que aunque simpática y agradable (no antes de las diez) apenas tenía problema en mandar a más de uno a la mierda si lo merecía, como buena hostelera.

Tabla de formica por barra y bajo la misma, cajas de cerveza, cocacola, fanta de los dos sabores y el vino de Ayuso enfrente, aquel de las botellas alargadas verdes, al contrario que el Anís del Mono, el Terry, el Ciento Tres, o el Soberano, colocados sobre el trozo de mármol, cerca de la plancha, al alcance de cualquier mano aunque nadie tocaba, excepto, y si ella tardaba repartiendo por la plaza, Cristóbal Nieto, vecino peluquero.

Aunque ahora que me acuerdo, sí que alguien más tocó aquellas botellas, y todo gracias al atino de Pepe Urbano con su Seat Panda blanco, que golpeando a Juanito Verbenas en la pierna, la punta de su zapato prefirió beberse de golpe la botella de Soberano que malograr la cabeza de Miguel García el pescadero.

Otra cosa que no se podía tocar era la tapa de croquetas recién servida, si no, que se lo digan al pobre del veterinario don Bernardo Latorre, que con ganas una metió en sus fauces y de lo calientes que estaban, pegáronse al cielo de la boca y sin decir palabra, ni un Ave María, acabó con la botella de Marqués de Cáceres, aprendió que se tenía que soplar antes.

Por las mañanas siempre había alguien en la barra, pero en mi retina conservo a Cristóbal Nieto, al otro Cristóbal, López, el de La Manta, a Pedro Sagra y Alfonso el del estanco cuando terminaba la mañana, a Enrique el de la lotería y Juan el de Banesto, Paco el Bañero, Alfonso Poli, Mateo, Marcial y a los pintores Soriano entre muchos otros que iban llegando.

Y a ésas horas de la liga recuerdo a la viuda desenvolverse con soltura y agilidad al fondo, entre neveras, cacharros, la plancha ardiendo y sirviendo en aquellos platillos alargados las tapas y bebidas de los allí presentes.

Todo el local quedaba abierto, a la vista, con toda la bebida, y ella quedaba tranquila pues tenia contratada la mejor alarma, los ojos de Carmen Nieto y los de mi abuela tras la ventana.

Ángeles Gil quedose viuda muy joven, al cargo de dos hijos de ocho y tres años. Vivía en el Saltadero y todas las mañanas bajaba andando, cargada de ollas y cacharros en sus dos cestos de mimbre o esparto con las tapas del día, unas preparadas y otras para darle el último calentón en una esquina de la plancha.

Albóndigas de ajo y perejil, croquetas, manitas de cordero, sangre con cebolla, carne en salsa, riñones al jerez entre algunas que otras más, pero “las especialidades de la casa” y que aún siguen vigentes eran la careta a la plancha, la morcilla escondida bajo el huevo de codorniz, o el mejillón coronando la patata frita haciendo de cama.

Sentarse por la noche, en verano, en una de las ocho o diez mesas en el zaguán de la plaza con sus dos bombillas colgadas de un simple cable es lo que de manera recurrente, pese a los visillos cada vez más tupidos del tiempo, rememoro de aquellos días que hoy parecen siglos.

La clientela de las noches veraniegas era distinta a las de la mañana. Paco Manjón con los Marianillos, Juan Ricardo y Úrsula, Ángel el Pinturas con su esposa Antonia, también Paco el Hornerillo y Ana Mari, y cuando vino de Valencia, Tirejaslocas. Juan el de Banesto,Luz, Marisol, y las hijas de Pardo, y por supuesto mis padres con mi hermana y un servidor.

Aquellas mesas con sus sillas de verde chapa siempre las recordaré, no por bonitas o cómodas, si no por el ruido que hacían al recoger la terraza a las dos de la mañana.

Las más cotizadas eran las que colocaban frente a las puertas rejadas de la plaza, donde el fresquito del callejón de Don Fernando corría lo mismo de ligero que los gatos cuando se asomaban todos en formación, como jura de bandera y a la espera de un buen samaritano. No era lo mismo comer cabezas de pescadilla frías que un trozo de pan o morcilla calentita.

Quizás todo le hubiera sido algo más fácil y costado menos trabajo si en vez de pararse a cocinar esa morcilla junto a ese huevo, haberlo suplido por una cuña de queso. O en vez de estar friendo almendras, comprarlas hechas. O quizá en vez de careta a la plancha o carne en salsa, con un trozo de jamón bastaba. Pero ella era así, y luchó durante años por mantener la esencia de lo que Florentín y ella emprendieron hace más de cuarenta años y que su hijo aún regenta, respetando el trabajo de esa mujer que confió solamente en ella y sus manos.

Ángeles Gil no lo tuvo fácil durante muchos años, afable, buena persona, trabajadora, entrañable y aquí estamos para plasmar todo lo que sus vecinos, sin excepción, que yo sepa, sentíamos por ella. Era nuestra vecina y amiga aunque durmiese en el Saltadero, era de la calle Joaquín Mercado aunque después de fregar vasos y cacharros cerrara la verja y pusiese rumbo la cuesta arriba…con las cestas vacías.