¿INNATO O CULTIVADO?
―Veo el cielo nublado con un sólo ojo. Percibo el frío y duro asfalto en mi espalda, no puedo moverme, no responde mi cuerpo, tampoco quiero irme a otro sitio que no sea éste. Todo está en silencio aunque veo a personas observándome y evitando que pueda seguir viendo el cielo.
* * *
Mis padres me educaron de manera formidable. Era querido, al igual que mi hermana y siempre siempre, cuando de pequeños discutíamos por cualquier cosa de niños nos recriminaban con respeto.
―Respeta a tu hermano, pídele perdón ―decían si mi hermana mayor me cogía algún muñeco para sentarlo a tomar café con Barbie y Nancy ―.
―Respeta a tu hermana, vé y pides perdón ―me decían si yo le hacía alguna trastada ―.
A ninguno de los dos nos faltó de nada. Después de las tareas cotidianas, teníamos una biblioteca enorme donde sumergirnos. Mi hermana se pirraba y reía con Mafalda, Matilda, Snoopy y Los cinco. A mi me encantaba Tintín y Astérix, también algunos libros de la colección Barco de Vapor, pero los menos, no me hacían mucha gracia.
El caso es que nuestros padres bien se gastaban el dinero para que tuviésemos donde escoger en ésos momentos en los que poner el piso patas arriba, jugando los dos, no era la opción.
Recuerdo lluviosas tardes de invierno donde todos sin excepción un libro teníamos entre las manos. A mi madre le encantaba Virginia Wolf, a mi padre Umberto Eco, mi hermana en su habitación con los suyos, y yo, como mi habitación era la más pequeña y la ventana daba al patio interior, salía al salón junto a mis padres a leer las aventuras de mis libros favoritos.
Mis padres, repito, nos educaron a los dos por igual, desde la libertad y el respeto a todo y a todos;
―Tu libertad termina donde comienza la de otros ―nos decían, como un mantra durante años martilleado―; y en realidad éramos, creo, unos hijos estupendos, buenos, cariñosos, deferentes y educados.
Recuerdo cuando salíamos al parque las tardes de sábado jugábamos y corríamos sin parar, tirándonos por los toboganes, meciéndonos en ese aparato, ahora no recuerdo su nombre, que se sentaba cada uno en el extremo opuesto para subir y bajar sin descanso.
Era en los columpios, donde nos encantaba coger impulso con las piernas para ver quién llegaba más alto, por supuesto, ganaba mi hermana.
Después, casi anocheciendo, nos sentábamos en la terraza del chiringuito que en el mismo parque había, mientras tomábamos la Fanta en silencio, disfrutando su sabor escuchábamos los chistes o fábulas que mis padres relataban.
―¡Qué niños más buenos! ― exclamaban muchas personas al vernos sentados, escuchando y en silencio a diferencia del resto, donde los padres estaban igual que los míos pero con sus hijos descontrolados, molestando―.
Poco a poco fuimos volando. Primero mi hermana mayor, que fue la primera en terminar de estudiar y encontrar trabajo por lo que se pudo independizar, eso sí, compartiendo piso con unas amigas y muy cerca de donde vivíamos.
―Eres una caradura ―le soltaba a mi hermana cuando ésta llegaba al piso para arramplar con la nevera― ¡qué risas!―, mis padres se tronchaban cuando decía esas cosas. Pero ellos, en el fondo, muy contentos y orgullosos de que su hija mayor, pese a no vivir allí, fuera a casa a menudo, a verlos, sin importarles en absoluto el impuesto revolucionario.
Después me tocó a mí. Terminada la facultad encontré trabajo, que, en realidad no tenía nada que ver en lo que yo me había instruido aunque, después de un tiempo, me fueron ascendiendo y por fin pude ejercer para lo que yo me había, durante cinco años, preparado.
En mi caso, encontré piso cerca del trabajo, que además estaba en pleno centro de la ciudad, teniendo todo al alcance a sólo cinco minutos andando, excepto la casa de mis padres, a diez paradas de metro, pero tampoco me supuso impedimento, pues casi todas las semanas, sobretodo los jueves por la tarde, iba a cenar y me quedaba a dormir, y de ahí, los viernes me iba directo al trabajo.
A los pocos años conocí a Susana. Había terminado la carrera de administración de empresas, la misma que yo aunque al principio no tuvo tanta suerte, pues en ésos años nos servía el desayuno en la cafetería Los Caballos, muy cerca del trabajo.
Rubia, con la tez blanca y fina, nariz pequeña y chata, mejillas que parecían porcelana, ojos azules, y con su pelo rubio recogido con unos moños algo raros, nada disimulados. Guapa, inteligente, con un sentido del humor fuera de lo común. Pisaba el suelo con decisión, como un militar adiestrado.
Fue a los tres o cuatro meses de coincidir con ella en el desayuno cuando me atreví a decir alguna que otra expresión aparte de pedirle tostada y café, hicimos cierta amistad, de esas que cuando vas mucho a un bar, y quien lo regente, si es amable te hace sentir como en casa.
Una vez, fuera del horario laboral, recuerdo que era sábado, me levanté y decidí ir a desayunar al lugar con la única intención de quedar a solas con aquella mujer, Susana, la que cada vez me atraía más. Ella se extraño de verme allí ese día sin traje y en chándal;
―Parece que vas disfrazado, nunca te he visto así ―Dijo ella con gracia―. Yo también reí en parte por la ocurrencia y otra por que era verdad. El conjunto era horrible.
Mordía la tostada nervioso, había ido con una intención pero estaba asustado por la única razón de que me dijera que no, o que tuviese pareja, pues lo desconocía.
Al terminar el café solo corto, me reafirmé y pensé en que poco tenía que perder, si ella me contestara que no, pues tan amigos, aunque tuviese que lidiar con ella todos los días, verla, tragar con las ganas que tenía de tenerla en mis brazos y besarla.
Casi siempre, cuando desayunábamos con traje y corbata, solía levantarme y pagar en la barra, al igual que mis compañeros de mesa, pero ése sábado cambié la norma;
―Traeme la cuenta ― dije aún sentado―, ella, que yo sepa, no vio nada raro y después de atender a otros que allí estaban, llegó con la nota sobre un plato.
―Susana, quisiera decirte algo ― dije en voz baja, serio y asustado―, la chica algo sorprendida, de pié y mirando a su alrededor por si algún cliente la solicitaba, esperó y yo me lancé;
―Me gustaría mucho quedar contigo una tarde, fuera de aquí, ir al cine, dar un paseo o tomar algo, y sin son las tres cosas, mejor.
―Espera ― dijo ella―, pues la habían llamado, dejándome allí con el corazón a toda prisa palpitando y cuando volvió, colocó la bandeja sobre su pecho con los brazos cruzados, mirándome de forma diferente, a mi lado, de pié y yo sentado.
―Vale, ¿esta tarde te viene bien? Yo termino a mediodía, y ya no tengo que volver hasta el lunes ―dijo Susana muy segura de lo que estaba hablando―.
―De acuerdo ¿dónde quedamos? ―contesté plácido y calmado― aunque por dentro estuviera en un cotillón de fin de año.
A partir de ahí comenzó nuestra relación, y al cabo de un tiempo Susana pudo encontrar un puesto acorde en una empresa muy parecida a la mía. Nos casamos.
Todas las mañanas, en el desayuno antes de irnos al trabajo, me quejaba y enfadaba de lo muy arreglada que iba, muy pintada bajo mi punto de vista, provocativa, sobretodo cuando se instalaba el calor próximo al estío. No me hacían mucha gracia esos vestidos tan a la moda y escotados, se lo decía, pero ella no me hacía caso, me invadía la ira.
Una mañana hasta di un golpe muy fuerte en la mesa de la cocina, muy enfadado, pues no comprendía el porqué vestía así, como si fuera sábado, pero con la diferencia de que era para ir a su puesto de trabajo. Ella me miró diferente, una mezcla entre miedo y desprecio.
Pasaron los años, fuimos prosperando y los hijos se retrasaban, los buscamos, pero no llegaron, era uno de mis anhelos, el ser padre y cuidarlos, pero viendo el resultado me alegro. Cada vez era más hostil y controlador, ella ascendió como la espuma en su trabajo mientras que yo seguía estancado, económicamente subimos de escalón, pero no por mí, como debería haber sido.
Hace tres días Susana me encargó que por favor recogiera la ropa de la colada y la colocara, cuando yo, en casa apenas me ocupaba de nada, ni de comidas, ni cenas, ni compras ni limpieza.
A regañadientes, como si fuese un castigo, cosas que para nada tenían que ver conmigo, fui abriendo casi todos los armarios y cajones, así es como pude dar con el lugar concreto de cada prenda.
Me hirvió la sangre al ver, bajo el cajón de los sujetadores una caja a medio usar de pastillas anticonceptivas. Entré en ira, toda la tarde pensando que ella no quería ser madre, o por el contrario, tenía un amante, con alguien se veía.
Cuando llegó me encontró sentado, con la mirada roja en sangre y con la caja de anticonceptivos en una de mis manos.
―¿Qué sucede? ―Preguntó ella muy preocupada―.
Mi respuesta fue lanzar con fuerza los anticonceptivos a su cara. Cogió del suelo la caja, me miró entre extrañeza y miedo.
―¡Me puedes explicar ésto! ―exclamé con los dientes apretados―.
―No es lo que crees. Es para regular el periodo, que lo tengo descompensado ―respondió temblando―.
Sin escuchar sus explicaciones me levanté y acerqué. Con todas mis fuerzas la golpeé con la mano abierta, arrojándola al pavimento sin parar de insultarla, de vejarla. Allí la dejé tumbada, acurrucada y llorando. Yo salí del piso, bajando al parque a seguir pensando en que mi mujer tenía un amante. De ahí esos vestidos, esos tacones y tanto maquillaje…
Volví a casa cerrando con un buen portazo, sobre todo para que se notara que seguía enfadado, oí a Susana llorar en el baño, pero eso a mí me daba igual, se lo había buscado, y me lo tenía que explicar tarde o temprano. Me acerqué a la nevera, abrí una lata de cerveza y me puse a ver el fútbol sentado tranquilamente en el sofá.
Aquel episodio ocurrió el miércoles, ella del baño se fue a la habitación y ya no salió. Esa noche sin poder dormir, me quedé en el salón pensando en ese amante y en que tenía que descubrirlo. Todo a su tiempo ―me dije ―.
El jueves, desde el sofá salí al trabajo y después de ahí, a casa de mis padres para visitarlos, tal y como había hecho siempre. De lo que sí se extrañaron, sobre todo mi madre, es de que me quedase a dormir pues desde que me casé con Susana, hace ya ocho años, siempre, después de cenar, volvía a casa con mi mujer.
Aquella noche tampoco dormí pensado en lo que había hecho, pegar e insultar a mi mujer, se lo merecía, y ya no sólo eso, eran muchos años provocando, con sus vestidos, sus salidas, su ascenso en el trabajo… pero también entré en pánico por perderla, el miedo a una separación. Tenía que volver y arreglar las cosas ese mismo día, hablar claro y hacerle saber quién manda en esta relación, poner normas y pautas en mi casa.
A las cinco de la mañana salí de casa de mis padres, y en el trayecto mientras conducía pensaba y ensayaba la forma en la que me iba a dirigir a ella.
Al abrir la puerta del piso el pánico se apoderó de mí, no sabía con exactitud si ella estaba allí o si por el contrario había hecho lo mismo que yo, acudir al cobijo de su familia, pero al contrario de la mía, ésta sabría lo que sucedió…
Entro al baño, me desnudo y me ducho, llevo dos días con la misma ropa. Al entrar despacio en la habitación, en la penumbra, veo el cuerpo de Susana durmiendo profundamente, tranquila. Cojo un traje y camisa que cuelgo de mi brazo, luego me dirijo a la mesita de noche, y al abrir el cajón donde se encuentra mi ropa interior hago mas ruido del que quería, se desvela…
Como acto reflejo, se cubre con las sábanas y se acurruca, como queriendo que no la vea, que su cuerpo en transparente se convierta, y yo, sin querer que a esas horas se despierte, hago como si nada hubiera visto pero sí me invade cierta rabia, de nuevo la ira.
Volviendo al baño me visto tranquilamente, pienso de nuevo en cómo volver a hablar con ella y lo que se me ocurre no es otra cosa que dirigirme a la cocina y preparar un buen desayuno para los dos, hablar las cosas claras, con todas las cartas boca arriba. Saber si de verdad con alguien se ve pues la excusa del periodo ni Dios se la traga.
Lo tengo todo preparado, zumo, café, tostadas y todo lo que solemos tomar de desayuno, pero miro el reloj y veo que son ya las siete y media, algo tarde para ambos. ―¿Tendrá miedo a salir?, ¿miedo de verme? ― pienso con cierto nerviosismo y recelo―.
Me dirijo a la habitación, y asomando la cabeza por la puerta, sin entrar, la despierto;
―Susana, es hora de levantarse, te espero en la cocina con el desayuno preparado ―digo con las formas mas suaves que encuentro―
―Voy ―responde, muy seca, aún tapada con las sábanas―
La escucho cruzar al baño, tomarse demasiado tiempo en asearse, demasiado tiempo en vestirse. Yo miro continuamente el reloj nervioso pues ya llego tarde, pero aguanto porque ésto es más importante que llegar con retraso al trabajo.
Al presentarse, guapa como siempre, segura como nadie, ideas y sentimientos comienzan en mi mente a entreverarse, el pulso se me desboca, y una gran vergüenza siento al ver su mejilla izquierda morada y con medio labio partido que, por mucho maquillaje que tenga, se nota, pero más que nada por el qué dirán cuando la vean, aunque es algo que ella se ha buscado, como si me lo hubiera pedido a gritos.
Da un sorbo al café de su taza, mirándome fijamente al otro lado de la mesa, no come nada, de su bolso saca un cigarrillo, lo enciende y me mira;
―Ya no aguanto más, lo nuestro se acaba hoy. Durante años me has estado criticando qué me ponía, qué hacía y con quién, o con quién no tenía que hablar. Me he dado cuenta tarde porque te quería, te lo permitía, pero tú has ido cada vez a más, hasta el punto de pegarme sin razón.
Hoy, cuando te vayas a trabajar haré el equipaje. A mí no me vuelves a ver ―Dice mi mujer exhibiendo una fuerza y una decisión que yo no soy capaz de admitir―.
―¡Me estás mintiendo con otro, lo sé! ―exclamo rotundo―.
―Nunca hubo otro más que tú, me da igual si te lo quieres creer. Pero poco tenemos que hablar ya. He estado callada durante mucho tiempo, ahora, prefiero seguir así y perderte de vista. Respecto a casa y pertenencias ya se ocuparán los abogados, es algo que poco me importa en éste momento ―me contesta Susana con mucha calma, mucha más fuerza y proyección―.
Mi reacción ha sido la de acercarme a ella, abofetearla y cogiendo un cuchillo del cajón lo he clavado en sus costillas por provocarme y amenazar con el abandono.
Mientras ella está tumbada en el suelo sangrando intentando respirar como un pez fuera del agua, no paro de decirle lo puta que es, lo que me ha provocado, lo que se ha buscado.
Hay mucha sangre, mi mujer se ha desmayado, pero aún tiene pulso, estoy nervioso pero algo tengo que hacer. El cuchillo no ha entrado del todo, pero si lo saco puede desangrarse más, y no quiero cogerlo porque no sé si lo volveré a clavar. Llamo a la ambulancia, no quiero que muera.
* * *
Me cuesta bastante respirar, mi reacción después de colgar el teléfono ha sido la de mirar hacia abajo por el balcón, a la calle y no lo he pensado, he saltado.
Ahora me doy cuenta de que mi mujer tenía razón, veo mi vida y advierto que con ella siempre he sido un controlador, machista…un maltratador.
Mis padres nunca me educaron así, veo con claridad, tarde, cuando comencé. Los celos por verla tan bella, cuando cuestioné por primera vez la ropa que llevaba puesta y que la vieran así por la calle, provocando. También cuando comenzó a ganar importancia y más dinero, su independencia, que tuviese un grupo de amistades donde jamás estuve presente.
Nunca lo soporté, nunca la felicité por sus logros, al revés, la despreciaba por ser ella quien es. Una persona que me ha superado en todos los ámbitos y que para mí era como si se descarriase, como si se extraviase y olvidara sus obligaciones por ser yo quien soy, su marido y protector.
Debí darme cuenta por mí mismo cuando comencé a presionar a Susana, pedir ayuda a quien fuera, compartir lo que me pasaba. Aprender y corregir lo que en mi mente se fraguaba, yo antes no era así, no me educaron así, fue todo cosa mía. Debí acudir a un profesional y no alimentar una idea deformada de la realidad, saber si ésto es innato o con los años lo he cultivado, si tiene cura.
Agradezco que ya apenas pueda respirar, prefiero que mi familia me llore en la tumba a sobrevivir y hablar. Es cobarde sí, es cobarde, como siempre fui.
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