He tenido el honor de poder colaborar con la revista cultural La Guaría y como sólo soy un contador de historias decidí escribir éste relato de ficción histórica titulado Episodio En La Villa.

Dicho relato se irá publicando en las sucesivas entregas de la revista. En la edición número 7 de la misma hay tres episodios, pero quiero compartir con todos vosotros el primero de ellos, para que lo lean, comenten, valoren y si les gusta, adquieran un ejemplar de la revista para así continuar con la historia además de apoyar éste proyecto cultural y altruista. Sin más, les dejo con el primer capítulo.

EPISODIO EN LA VILLA

1

LA LLEGADA

  He recorrido todo el Camino de la Mancha hasta la venta de San Andrés, de una tacada, por miedo a bandidos y maleantes que pudiese encontrarme en la travesía de ésta sierra abrupta, angosta y extraña para mí donde mis sentidos, al mismo tiempo que me adentraba desde Castellar de Santiago por los riscos y senderos de Sierra Morena, se fortalecían conforme avanzaba en el camino, sobre todo cuando he parado en el manantial que le llaman De La Rosa, al escuchar un ruido extraño tras las jaras y alcornoques que envuelven el vado, como un crujir de ramas. Mi reacción ha sido rápida, y mientras me incorporaba desenvainé tanto ropera como vizcaína observando a su vez de dónde surgían los sonidos. Nada, eso es lo que vi y escuché después.

  Llegado al primer río que uno se encuentra en la vereda, el Guadalén, y aprovechando el desnivel a favor, he marcado un trote más ligero con el fin de llegar a mi destino lo antes posible pero sin maltratar en demasía las fuerzas de mi caballo, y ya en el segundo río, El Dañador, que también hay que cruzar, y observando a lo lejos la cuesta que tenía por delante, he descabalgado, y andando la hemos afrontado pese al aviso de mi señor, qué, advirtiéndome de los peligros de éste camino hasta vadear el tercer río por la presencia de partidas de bandidos, he antepuesto la entereza del caballo a un posible asalto.

Después de subir la cuesta, el camino ha sido placentero y ágil, casi todo en pendiente hasta llegar a otro pequeño arroyo y de nuevo, emprender otra subida larga pero cómoda, donde al rebasar a un carro tirado por dos bueyes he preguntado a su dueño si el camino que llevaba era el correcto, contestando que sí, pero con cierto recelo y sin dejar de observar mi estoque.

El hombre se quedó más tranquilo al decirle que no temiera, que ni salteador ni bandido, que mis asuntos eran otros.

Subimos la cuesta en compañía hablando sobre el frío afilado de estos días pese a estar el astro fuera y el cielo despejado, de los peligros de éstos tramos por las partidas de salteadores avezados y dispuestos a jugarse la piel por una pequeña bolsa de monedas o por un carro como el suyo repleto de vino.

Ya en la cumbre, me despedí del carretero y a pequeño trote seguí en solitario como en el resto del camino, salvo a un grupo no pequeño de cómicos y músicos sentados en piedras grises a modo de asientos y comiendo migas bajo un chaparro grande y excelso donde su sombra era secundaria, prescindible, pues en el mes de Enero todo rayo de luz y calor que otorgue el Altísimo es un regalo.

El sol ya caía cuando crucé por fin el último río, el Montizón, donde el frío ya traspasaba cualquier ropaje que uno llevase, pero según las indicaciones que el carretero me ofreció en la cuesta, ya quedaba menos de una legua para llegar a mi destino.

  Mi caballo pace en el patio de la venta bajo techo aunque haya tenido que pagar otro Cincuentín al posadero, pero gracias a esa propina me han acomodado en un aposento bastante limpio de la planta superior, con las sábanas y mantas recién hervidas, cerca de la salida de la chimenea, donde se deja notar el calor que abajo crepita con grandes tocones de olivo y encina.

Tanto un servidor como caballo estamos bien, en cobijo. Mi caballo, que siempre galopa bajo mi montura está bien atendido y el posadero me ha servido una jarra de vino tinto, una especie de torta frita con ajos en un plato de barro, llano, y una perdiz asada, a lo primero lo llaman Gachamiga.

Cansado del galope de más de nueve leguas y para la época que estamos, es de agradecer siempre de éstos buenos platos, y he de reconocer que a diferencia de algunos compañeros de venta que comían otras viandas de menor consistencia, para estos manjares tiene que sonar bien la faltriquera.

Ya en mi alcoba templada en la Venta de San Andrés, donde al posadero le faltó tiempo para decirme que aquí durmió la Madre Teresa de Jesús, que se hospedó camino de su misión, escribo, como es normal en mi persona, todas las vivencias que en mi triste existencia acaecen. En los mismos legajos qué forrados de cuero viejo cobijan mis papeles, donde plasmo como antes dije, no sé si por guardar mis vivencias o más bien por reflejar los lances que a uno, en su profesión, tengan vuesas mercedes, como si fuesen cantares, relatar en voz alta cualquier noche fría del largo invierno frente a la hoguera.

Mi Señor, por expreso encargo, y por la amistad que le une al Conde de Santisteban me ha enviado de vuelta a éstas tierras por ciertas misivas que entre los cuales se intercambian con frecuencia. Parece ser, que en ésta Villa encerrada entre montañas ocurren hechos misteriosos, inimaginables y de cariz, que Dios no lo permita, ímprobos.

He de decir que vuelvo al sitio donde nací, pero se equivocan si piensan que conozco la Villa, pues de muy pequeño mis padres partieron conmigo hacia un futuro mejor que nunca encontraron, y a los ocho años ya estaba al servicio de un carnicero de Valdepeñas que en vez de soltar la mosca como Dios manda siempre me pagaba con caretas de cerdo, manitas, orejas y callos.

No es cosa mala que todos los días tuviésemos la licencia de catar carne, o al menos los despojos que hidalgos y señores no paladeaban. Además, aprendí de forma ardorosa el uso del hacha, de la faca y los puñales que en aquellos tiempos, y en éstos modernos, tanta falta hacen…

Ahora mismo, con mi jubón y ferreruelo sobre la silla, sólo con la camisa pues el calor es tenue pero constante, abro los postigos y asomo medio cuerpo por la ventana. La niebla, en vez de blanca, casi negra, oculta el pueblo que allende se encuentra entre los tres cerros que desde aquí dejan ver sus cumbres y sus dos castillos como dos cancerberos custodiando al Hades, y debajo la nada…

Mañana subiré al encuentro del Conde, y con el despacho que guardo entre mis telas se lo daré y como bien dijo mi señor ―si el señor Conde agradece la colaboración, te pondrás a sus órdenes, pero tú, Bartolomé de las Eras, como valido mío y persona de flema, siempre dirigirás con desembarazo las hazañas o desventuras que en la Villa acontezcan, y así lo escribo, pues te necesito de vuelta, de una pieza―. Y así haré.