El Hombre Instrumento Y Su Silencio.

Decidió llevar una existencia callada, privada, sin querer llamar la atención sobre nadie y nada.

Su campo, el carajillo con su cigarro por la mañana, y después del trabajo, vuelta a casa.

Aunque callado y a veces casi escondido, entre bambalinas, participó, hasta que su salud se lo permitió en casi todos los movimientos musicales de la población. Desde la creación, allá por principios de los setenta que junto a Ignacio López, Manolo Gil, Lorenzo Sevilla, Diego Villar, Pita el relojero, Lozano y Paco el boticario, entre otros, la Tuna de Santisteban. Además del coro parroquial de San Esteban.

Siempre detrás, o a un lado, callado, haciendo su trabajo sin errar una nota en el mástil de su laúd, ni siquiera con la armónica, o con casi todo lo que fuera susceptible hacer ruido acompasado.

El hombre con su tractor, sus olivos, con su “tran-tran” diario, a mediodía con la talega vacía al hombro llegaba a casa con el trabajo rematado, hasta el día siguiente al igual que cualquier labrador u hortelano aunque fuese un hacendado.

Algunas veces, por la tarde salía de casa, y con su andar característico, reconocible aunque lo vieses desde el Cerro San Marcos, bordeaba la fuente entonces encalada, mientras chiquillas y chiquillos jugaban en la plaza incluidos sus dos hijos.

Ya rebasada, subía los peldaños de Palacio y en la mesa redonda junto a la ventana, aquel hombre delgado y silente leía el periódico con un gintonic, fumando su cigarro, con sus piernas cruzadas e inclinado hacia delante, como antes dije, leyendo los artículos de prensa que más le interesaban ayudado de sus gafas cuadradas, y si era fin de semana y no coincidía con algún evento donde se necesitase de su magia, optaba por otra mesa más cercana a la pantalla para ver a sus Merengues merendarse al Barça.

Mientras que él veía el futbol en aquella mesa, su mujer aún estaba en misa, en Santa María para cantar la Salve al final de la homilía. Allí, pendiente de los muñecotes de la pantalla la esperaba hasta que Cati bajara la cuesta empedrada, llegar a la plaza, despedirse de sus amigas feligresas y subir las escaleras de palacio para tomar juntos unas cañas, que para eso era sábado.

Mientras Cati, en su casa, bordaba para La Patrona todas esas maravillas, Gabriel Sánchez también hacía su magia en las cosas intangibles pero tan imprescindibles para los sentidos y el alma.

La tuna, el coro… Los Mayos, uno de los días más importantes para la música en Santisteban y donde por supuesto él, nunca faltaba, ni para la Virgen, ni para la gente, ni para la mayordomía que junto a su grupo inundaba de música las calles en una de las noches más fascinantes del año y que siempre apuraba hasta que el sol empezaba a iluminar el estrenado mes de Mayo, y daba igual si ya sólo quedaban un par de músicos, o si no que se lo digan a Luz Novoa que mientras barría su puerta Gabriel y Juan Ramón a base de “Mayos” dieron ritmo tanto a escoba como a mujer.

Nos abandonó muy pronto aquel hombre sencillo y tácito. Aquel hombre que pese a su forma de ser, poco locuaz, hacía hablar al instrumento o a lo que en sus manos se posara, quizá, fue su forma natural de conversar con el mundo, de comunicarse con el pueblo, y por eso, aunque la música no se pueda exponer como objeto en un museo, siempre lo tendremos con mucho cariño en el recuerdo.

Agradecimientos: Juan Ramón Álamo Gil