-«¡Me cago en los civiles!» Decía Juan Miguel el del Pósito con su barrigota mientras María, su mujer, sentada al lado de la ventana pendiente de quién pasaba tras el cristal, con un ojo en la calle Quevedo y el otro en la Plaza.
Eran expresiones suyas, las de Juan Miguel, y lo que decía cuando intentaba, quien fuese, rapiñear algo, sobretodo bolsas de «pelotazos» y «Gublins», lo más cotizado, al igual que los chicles Boomer enrollados. Cinco duros que costaban, lo mismo que un sobre de estampas de la liga, donde en realidad Prosinečky fue valorado.
-«¡Te vas a enterar de lo que es bueno so sinvergüenza!» Exclamaba la Salailla cuando pedías un polo o helado que no tenía en el cartel, pero ella, buenamente buscaba en el arcón mientras intentábamos coger los melones sabor lima o un puñado de gominolas sabor Coca-Cola, que eso sabía a lo que sabía, pero nos parecía la gloria, y entretanto, su nieto y Matute con la «pelotilla» marcando en los banquillos de la plaza al igual que Maradona contra Inglaterra dos goles.
-«¡Nene te reviento!» Exclamaba de forma amigable Juan el del jardín, cuando se volvía a coger los «flash» de Kélia o «Pituflahs» y al darse la vuelta te pillaba con la mano dentro del bote de los dientes de Drácula…en fin, todo fuera por la sangre.
-Qué menos no recordar a Cuquitos, tan tranquilo ahora, amigo mío, pero, medía los cortes como nadie, no perdía ni una peseta, y menos con la presencia de su madre, con sus gafas, tanto de luces cortas como de largas, viendo todo, incluso las intenciones… como estatua ecuestre silenciosa conforme entrabas a la derecha, sentada en su butaca y mesa camilla pendiente de los nenes que entraban en la competencia o de quién bajaba de Santa María. Si empezaba a hacer frío, con sus agujas de lana y de ganchillo, con muy pocas ganas de permanecer en Santisteban, irse al Levante que allí pasaba menos frío.
Eran, que yo recuerde, las golosinas más duras que mis dientes probaron, pues de verano a verano las mismas fueron, algunas caducaron… pero, he de decir, que los cortes de helado de turrón eran únicos, inigualables, al igual que su medida milimétrica a la hora del corte;
-Dame otra galleta – decíamos con cara de necesidad cuando pedíamos un helado gastando de una tacada nuestro presupuesto para el sábado. El, tan simpático, te respondía…
– Que te la dé tu padre –
Y, ¿Que pasaba? Pues que cuando salías por el umbral de la puerta, si no era yo, era otro el que exclamaba – ¡Cuquitos cabrón! -, y en eso consistía nuestra venganza, soltarlo y salir corriendo.
Mucha gracia no le hacía al hombre lo del apodo, incluso le molestaba, y si tenía ganas, te correteaba. Nadie sabía el porqué ni el cuando ni dónde, pero para todos era «Cuquitos»,  el que se lo pusiera…que se lo quite.