El Mancheguillo.

Juan Manuel Castillo, con gafas resultonas, bajito, camisa de listas manga corta y con los pantalones por encima del ombligo bien atados servía el hombre las cuartillas de vino blanco y tinto.

Primero eran las botellas lisas, y si alguien repetía, rizadas, para no perderse en las cuentas.

Una botella por comensal, cada cual con la suya pues allí no sé invitaba, nunca, a nada.

De tapa altramuces o garbanzos tostados, «torraos» duros como plomos, tapa estrella. Tanto él como los dentistas estaban comparsados.

 Aparecían por allí los hortelanos, con cuatro habas y colas de bacalao del malo. Cómo no recordar a los que traían las sardinas liadas en papel de estraza metidas en los bolsillos, de aquellas que venían saladas y muy bien puestas en las tarrinas grandes de madera, de las que nadie quería, las del fondo, las de los ojos ensartados, donde casi siempre, los más viejos, salían y entraban con los bolsillos manchados.

Qué pestazo, qué hedor la que montaban con los puñeteros peces.

Una vez, un viejo con su sardina sobre la mesa la cual pellizcaba entre trago y trago me llamó; – nene venacápacá-, obedecí. Al acercarme, sacó el hombre de su monedero un duro, me lo regaló y yo lo metí en mi bolsillo.

Poco a poco un olor fino y sedoso me envolvió para después convertirse en soporífero. Saqué la moneda, bien embadurnada en aceitillo sardinero, donde ya no sabía si eso era una putada o un obsequio. Llegué a casa y mi madre me regañó -¡Ya has estado detrás de la plaza jugando con los gatos del callejón!-.  ¡Qué olor, por dios!, pero metí el duro en la hucha azul redonda de banesto para al final tener que abrirla, lavar una a una las monedas porque mi habitación parecía el camión de pescados González.

Menos mal que el Mancheguillo estaba ventilado con sus tres puertas y dos patios, y también «con buena iluminación», con sus tres bombillas que seguro se trajo de la Mancha cuando Franco hizo la comunión. Donde las enroscó en la calle Cádiz y las desenroscó para bajarse a su nueva casa en la calle Sagasta.

Y por no hablar de sillas y mesas, aquellas que merecen un capítulo aparte, pues aunque muchos no lo sepan su historia tienen, más que colores si raspas un poco en la madera. Esas de las que yo quisiera un juego para ponerla en mi pequeña bodega.

Volviendo a los viejos y a las sardinas de la misma quinta he de romper una lanza por ellos pues tenían la deferencia de sentarse o cerca de la puerta derecha o en el otro extremo, en el patio, y no donde estaba el vino, sino en el contrario, donde meaba todo Cristo.

Yo mamé el Mancheguillo desde chiquillo, vi algunas generaciones pisar el sitio, pero siempre me han quedado imágenes, vivencias y gentes que siempre,en mi memoria quisiera recordar y atesorar.

 Al fondo, entre los dos patios, sentábanse Blas el peluquero con su hermano Paco el boticario. Y los sábados, uníase Juan Tendero, Carrujo, en definitiva, los cazadores.

 Entre los dos pilares, Manuel Páez, Manolo el del paro y Juanito Verbenas, que, conociendo al último, con sus gafas de detective privado, Dios sabe dónde antes hubiese «rezado».

Luego, conforme entrabas a la derecha, los viejos viejos, los arrugados.

En la barra, si mi memoria no me falla, Ramón El Largo, para después, con los que yo me sentaba, los hortelanos, en la puerta del centro hoy convertida en ventana, los de las habas y el bacalao malo, incluido Barriles, el que no bebía vino, picando con su mano zopa las patatillas que Mancheguillo cobraba como jamón deshuesado.

El Gafas, el taxista, que vaya oficio se buscó el que menos vista tenía. También Padilla, con su huerto y olivas. Carapena, que buena gente era, y el Chincheta, que seguro que de chico lo llevaron a la Virgen de Cortes para que habla le diera.

 Mi padre, Parra, que unas veces nos sentábamos con ellos y otras con Verbenas y compañía dependiendo de la hora y el día, a no ser que viniese de Andújar Ramón Luna, y entonces, «jomio», yo me podía beber trece fantas y llegar tarde a comer, pues teníamos salvoconducto de la abuela porque su hijo, que venía de fin de semana, había venido a visitarla.

 Lunas, Parras y Parritas teníamos el sábado «echao».

Mandábanme a lo de Marcial a por una morcilla y cuando volvía, posándola sobre la mesa, salían facas por todos lados como Tercio de vuelta de Flandes.Cortaban la morcilla con ganas y destreza, como si el mundo mañana acabase.

Mancheguillo era Mancheguillo, pero también lo fue su clientela quien hizo del lugar un recuerdo entrañable.

El hombre fue cumpliendo años al igual que el resto, pero hubo una diferencia, y fue que su carácter se fue endulzando, azucarando. Más simpático y hablador, nada que ver cuando te servía esos torraos que más que garbanzos eran proyectiles de matar venaos.

Esa dulzura y frescura que tuvo al igual que Norberto, el de Pepa la Bigota, del que también hablaremos algún día, y que por ser ecuánime, competían en júbilo y simpatía si detrás de la barra servían.

Pues eso, se jubiló y se azucaró, ya todo el monte era orégano, era llano. Sus paseos por la plaza, el subir y bajar por la calle Sagasta, hablando con todos simpático como nadie, pero…¡que cabrón que era cuando fue fraile!.